De reojo / Vahído

Por Sebastián Muape / sebasmuape@gmail.com


Aldo camina por el microcentro, con la sapiencia mundana de quien conoce al detalle cada esquina, cada puesto de diarios, cada puterío y cada librería. Recuerda los menús de cada día, de varios bares. Va muy bien vestido. Haberse jubilado como subdirector antes de los sesenta, le dio la posibilidad de vivir casi en espejo con un egresado secundario, además de una billetera macanuda.
Es un mediodía de diciembre y los rayos caen como estacas sobre las molleras de los valientes que se le animan a un cielo con huelga de nubes. El olor a frituras y carne asada con cebollas y las bocanadas de lava que salen de las ventilaciones de los subtes, matizan con un popurrí tanto o más rancio que el olor a meo nocturno, tan encariñado con las persianas y las ochavas.
Aldo detesta llevar ropa en la mano, ya perdió no menos de cinco camperas e igual número de paraguas, en dos años. Está abrigado como si fuera agosto. De pronto se le empapan las manos de sudor, más aún cuando se las pasa por la frente y la cabeza cubierta de canas. Piensa en comprar un agua mineral helada, mira la hora y entiende que no tiene tiempo. Hay deuda de aire en su cuerpo, respira profundo, pero los matices antes descriptos y el escape de un colectivo que le pasa cerca, le provocan un sinfín de arcadas. Se le llena la boca de saliva, se marea, el estómago se le endurece como si fuera una Pintier, tantea los anteojos colgados del cuello y con la otra mano se agarra de una persiana. No ve, no oye, nada para vomitar. Antes de que caiga cuan largo es, Sofía lo sostiene con brazos firmes y le habla. Aldo no responde, respira a estertores con la boca muy abierta y abre enormes los ojos, se supone que para advertir si está en esta Tierra o ya partió. Sofía se desespera y le grita al empleado del kiosco para que llame a la ambulancia o al policía que está parado indiferente en la otra esquina de la peatonal. La baba de Aldo, ya sentado, le recorre la mano y parte del brazo a Sofía, que levantándole el mentón, lo apantalla con el libro que llevaba al descanso. El kiosquero avisa que la ambulancia está a diez cuadras sin piquetes. El agente, caminando lento para no correr la misma suerte que Aldo, le pregunta a Sofía si lo conoce; no. Aldo está sentado en el escalón de entrada de la galería, donde se ubica la casa de apuestas hípicas electrónicas. A su lado Sofía nerviosa, le habla sin parar, él empieza a escucharla y además se da cuenta de los ojos verdes intensos que tiene la mujer y del dulce tono de su voz. Cuando el corazón y el oxígeno se ordenan, el hombre mete la mano en el bolsillo interno de su campera y tantea la billetera, se tranquiliza. Ya se escucha la sirena. Sofía se calma, el agente le hace señas al médico; pero antes de que lleguen hasta Aldo, este tiene un segundo vahído y cae sobre su costado derecho, con bastante estrépito. Sofía se exalta, pero el médico la calma, ella se para. Lo enderezan, esta vez Aldo vuelve más rápido, aunque sin contestar ni una de las preguntas que le hacen. Vuelve a meter la mano en el bolsillo interno. Sofía se aleja unos metros, el doctor ya le tomó la presión al hombre. Sobre la vereda, la mujer de bellos ojos verdes y el médico, charlan unos segundos. Aldo se para, toma agua helada y respira. Encara la entrada de la galería con decisión. ¡Señor, señor! Grita el médico en el pasillo. ¡Señor!, se suma Sofía. Nada. El tipo va subiendo la escalera, a tranco lento, eso sí. Se va repitiendo en voz bajita: “en la sexta el 15 A, Second reality”. Aldo está más vivo que nunca, aunque unos minutos antes, le escupió el piso a dios.


                                                    

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